Misioneros Combonianos - Colombia

DIOS NO HACE BASURA

El milagro de los 800 almuerzos diarios para “habitantes de la calle” en Medellín. La historia de un comedor en el que se ofrece una comida diaria caliente y digna, todo llevado a cabo con las propias manos de decenas de voluntarios y los dineros de algunos bienhechores.
P. Antonio Villarino


El escultor Fernando Botero es conocido en todo el mundo por sus famosas “gordas” y “gordos”, unas esculturas (y pinturas) que elevan la abundancia al nivel de un arte excelente y particularmente bello. En el centro de Medellín, su tierra natal, hay un parque lleno de estas maravillosas obras de arte que uno puede visitar gratuitamente al aire libre.
En torno a ese parque de las gordas de Botero, la vida fluye también abundantemente, aunque quizá sin tanta pulcritud artística; hay un entramado de calles, plazas y parques abarrotadas de tiendas y negocios, en los que se ofrece todo tipo de mercancías: frutas de variados colores y sabores, ropas, calzados, comida callejera, todo al alcance de bolsillos no muy repletos. Tampoco faltan lugares de prostitución barata y de expendio de drogas de baja calidad.
Un poquito más allá, a apenas dos cuadras, está el parque Bolívar en frente de la catedral metropolitana; lugar hermoso, lleno de árboles y de bien organizado mobiliario urbano, muy apto para un descanso de quien visita el centro de la urbe antioqueña. Pero la “gente de bien” no se atreve a gozar de este espacio, porque aquí y en otros que hay en los alrededores abundan los “habitantes de la calle”, es decir, miles de personas que no tienen hogar y deambulan por calles y plazas rebuscándose algo que comer o algún rincón en el que dormir, bajo las estrellas, con la ayuda de alguna sustancia alucinógena, entre cartones y harapos.
Un tiempo se les llamaba a estas personas “desechables”, una palabra cruel que expresaba el sentimiento de los ciudadanos corrientes, que consideraban que estas personas estaban perdidas y ya habían pasado una línea roja de la que no era posible volver atrás.

LA REBELIÓN DE UN GRUPO DE VISIONARIOS

Pero un grupo de visionarios, miembros de una comunidad católica conocida como “Emmanuel”, decidieron rebelarse contra esa realidad y negarse a tratar a estas personas como “enemigos” de la humanidad. Guiados por el Evangelio y una fe fuerte y bien centrada, decidieron que estas personas eran “hermanos” en dificultad a los que había que tratar con respeto y dignidad y, en todo caso, ofrecerles una mano fraterna.
“Es que, hermano, Dios no hace basura. ¿Por qué sigues viviendo en la basura si Dios te ha creado como un hijo valioso? Ponte en pie, hombre”, dice Robinson a estas personas a las que trata verdaderamente como amigos, compinches… “hermanos”.
Lo primero que imposibilita vivir con dignidad es el hambre, el tener que arrastrarse, mendigar o robar, para calmar el pinchazo de un estómago vacío. Por eso esta rebelión contra la indignidad empezó con un comedor en el que se ofrecía  -y sigue ofreciendo- una comida diaria caliente y digna, todo llevado a cabo con las propias manos de decenas de voluntarios y los dineros de algunos bienhechores. La idea central era -y sigue siendo- ofrecer una comida en la que estas personas se sintiesen tratadas con respeto y dignidad. 

LOS CASOS DE RAMÓN Y JOSÉ

En esta línea, Robinson Peña, líder de esta iniciativa, conocido por todos como “Robin”, me cuenta las experiencias con dos personas concretas, Ramón y José.
Ramón era un administrador de una conocida empresa de pollo asado de Medellín. Por razones que no viene al caso mencionar, cayó en la droga y en la vida de la calle. Por eso se acercaba al comedor para obtener un plato de comida caliente. Como en otros casos, al repetir su visita al comedor, se establece una relación de amistad con los miembros de la comunidad y los voluntarios. Ramón se rehabilitó en un proceso con la Comunidad, tanto espiritual como psicológico, dirigido por la Dra. Gladys Montoya, también voluntaria.
“Pero al cabo de dos años, recayó de nuevo”, me cuenta Robinson. Es un proceso normal en estos casos. Hay una primera decisión, pero la fuerza de la costumbre, las amistades, los problemas, llevan frecuentemente a la recaída.
Robinson preguntó por él a los amigos que venían a comer todos los días hasta que supo que estaba durmiendo debajo de un puente. Fue a buscarlo con otro compañero de Comunidad y lo encontraron en un lugar tenebroso, escondido en un costal, irreconocible, otra vez peludo, barbado, flaco y sucio. Abriendo el costal, lo reconocieron y empezaron a decirle que él era una persona valiosa, que no podía seguir así, que contase con ellos que eran sus amigos, más aún, su familia y que querían apoyarlo hasta el final. Ramón regresó, se duchó, se rasuró… recuperó su dignidad, la fe en sí mismo y volvió a trabajar en una empresa durante varios años, hasta que un infarto lo mató, pero vivió los últimos años de su vida con la dignidad recuperada y en paz.
Un caso similar es el de José Luis, un hombre joven procedente de la ciudad de Cali y de buena familia. Escapando de algunos problemas, se embarcó en las aguas oscuras de la droga, y llegó a Medellín. La necesidad de un plato caliente lo acercó al comedor donde encontró apoyo para luchar por superar su problema. Terminó rehabilitándose, enamorándose de una voluntaria, casándose con ella y ahora colaborando generosamente en el comedor.
Desde hace años, la Dra. Gladys -psicóloga- y uno de los pilares de esta obra, coordinando el grupo de las voluntarias y voluntarios que cocinan, limpian, sirven lavan los platos y colaboran en esta obra milagrosa- acompaña un grupo de terapia para intentar ayudar a los que quieren salir del pozo en el que han caído. No siempre se tiene el resultado positivo que hubo con Ramón y José, pero en todo caso las personas sienten que importan a alguien y que siempre hay una mano amiga dispuesta a ayudar.

LA EPIDEMIA Y LA MULTIPLICACIÓN DEL HAMBRE… Y DE LOS ALMUERZOS

Esa historia, que empezó en 2001, tuvo un enorme salto hacia lo imprevisible en 2020 cuando explotó la pandemia y la enorme crisis social que afectó a muchas personas desvalidas, entre ellas, familias enteras de venezolanos que llegaban a la ciudad en busca de una vida mejor, pero esa vida mejor se les resistía y frecuentemente caían en la miseria. Durante la pandemia, el gobierno de Colombia, como muchos otros, dictó medidas muy severas de protección personal y social. Nadie salía a la calle, salvo los que siempre vivían en la calle.
Lo normal hubiera sido que el comedor también cerrase sus puertas. Pero una vez más los miembros de la comunidad Emmanuel se rebelaron contra la crueldad de dejar a muchos hermanos sin una sola comida al día. Y siguieron en su tarea con inmensa fe y mucho coraje, sin miedo al contagio. La diferencia fue que, si antes de la epidemia repartían cuatrocientos almuerzos, durante ese tiempo la “clientela” subió hasta más de 1.200. El milagro es que no faltó la comida ni nadie se enfermó de covid.
Después de la pandemia, la “clientela” se estabilizó en torno a los 800 almuerzos diarios, lo que supone un trabajo enorme: en primer lugar, asegurar los ingredientes mínimos (arroz, granos, algo de proteína) en cantidades industriales; pero además cocinar todo en inmensas ollas, servir durante tres horas en turnos de cien personas que caben en el lugar, lavar, limpiar, ordenar… ¿Cómo se logra todo esto? ¿Cómo se mantiene por un largo período de tiempo (ya más de 23 años)? Ese es el milagro de mucha fe, mucha perseverancia, mucha caridad de parte de los voluntarios y voluntarias, así como de algunos bienhechores.